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Anoche, te soñé.

No como recuerdo,
no como la sombra que a veces
se sienta conmigo en la penumbra,
sino como eras entonces:
un fuego quieto,
un mapa de secretos que solo yo podía leer.

El sueño era tan claro,
que sentí la seda de tu risa
envolverme,
como si el tiempo hubiese tropezado
y caído en aquel rincón donde aún existíamos.

Caminamos por un puente
que no llevaba a ninguna parte,
y eso no importaba.
El viento tenía tu voz,
el cielo era una tela bordada
con tus suspiros más pequeños.

Te miré y dijiste mi nombre,
pero no como ahora lo lleva el aire,
no como eco.
Era una flor viva en tu boca,
y yo la recogí temblando.

Por un instante,
fui joven otra vez.
Por un instante,
fuiste real.

Pero los sueños son crueles,
su belleza es un hilo que se deshace con la luz.
Me desperté con el peso de tu ausencia
acurrucado en mi pecho,
y el mundo, tan vasto y tan frío,
parecía un castigo por haberte amado.

Sin embargo, agradezco el sueño.
Porque aunque eras un fantasma,
fuiste mía otra vez.
Y esta mañana,
el café sabe a tu piel,
el día lleva tu nombre,
y mi corazón aún canta tu canción.

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